Bueno, francamente, alguien, alguna vez, tenía que animarse y fue ella.
Hablamos mucho acerca de la Salud Mental: de Misión y Visión, de Redes y Comprensión, Desmanicomialización, Locura, Escucha y Marginalidad.
Pocas veces, sin embargo, se escucha decir la verdad pelada: que no puede haber cuerdos en un mundo de locos. Sólo es diferente el tipo de locura que vestimos.
Hay locos sinceros que no mienten. No quieren, no pueden, no saben: qué importa. A esos, los encerramos.
Sin embargo, otros locos se encierran a si mismos, cada dia, un poco más: en oficinas, en créditos impagables, en shoppings, en falsas dependencias y aún en falsas esperanzas. Como por la noche –algunas noches- salen por un rato, creen ser libres, pero no miran al cielo ni se brindan a los demás. Todo lo contrario: permanecen en guardia. Temen al prójimo por diferente, y al vecino por tan semejante.
Saben que los otros codician sus mujeres, sus casas, autos, dinero. Cada uno lo sabe porque él mismo desea la mujer, la casa, el auto y el dinero ajenos. Y cada uno defiende sus propiedades pretendiendo hacer justicia.
Así, se deciden a encerrar también sus noches. Levantan cercos más altos y contratan nuevos guardias.
Hay muros de piedra y hay muros de niebla, según los gustos.
Algunos se alzan con ladrillos, cemento y alhambre de púas. Otros, con pequeñas, muy pequeñas píldoritas de colores, o humo, o polvo. Hay guardias vestidos con uniforme gris, llevan un distintivo y tienen permiso para portar armas. Otros, van de blanco y sólo llevan lapicera.
Como hacen todos los locos, ninguno escucha al otro. Con los ojos abiertos no ven y aunque tengan las manos abiertas no dan. Deambulan, con la mirada perdida, quién sabe en que mundos lejanos, como ausentes. Están calculando millas o dólares o euros. Los necesitan para conjurar su miedo.
Como este mundo es un manicomio, necesitamos suponer otro más auténtico. Un sitio donde se comparten los paraguas y la gente se mira a los ojos. Un sitio donde nadie está suficientemente lejos como para ser olvidado y nadie se queda, nunca, solo. Ese mundo mejor debe estar en alguna parte: en otro lugar o en otro tiempo. De vez en cuando, desde allí, llega un emisario. Como un loco, compulsivamente, ama, escribe, pinta, escribe, pinta y ama. Le salen por todos lados colores y poemas. A veces se cansa y duerme y llora, y cree que no va a poder, pero enseguida se despierta y sigue, y se enoja y rima, y descree y canta.
Viene del lugar donde viven la alegría y el baile, donde no hay timbres en las puertas ni candados, donde los bancos son para sentarse en las plazas. Este mundo nuestro le estorba, le duele y otra vez gime.
Entonces, los hombres de blanco, no entiendiendo nada, dicen que algo falta o sobra: algún mineral, alguna conexión entre neuronas. En un intento por retornar a lo “normal”, le dan las pastillas necesarias hasta que, al fin, parece alguien de aquí. Por las dudas, encierran a la loca. Allí, se encuentra con otra gente más parecida a la gente de su mundo: ríen, lloran, abrazan. Y sin que nadie se de cuenta, sueña.
Sueña que este mundo es tan solo un ensayo de otro mundo mejor, y lo cuenta. Se pone a soltar palabras. Palabras que vuelan, saltan, despiertan, rodean, cambian.
Levanta la cabeza y contempla a la gente de este loco mundo. Muchos, están leyendo sus poemas. Entonces piensa: “misión cumplida” y, cantando bajito, se aleja.
Alguien tenía que ser y fuiste vos, Marisa. Vos lo hiciste. AF